viernes, 10 de enero de 2025

Enero 10, San Pablo de Tebas


El 10 de Enero, nuestra Iglesia recuerda a San Pablo de Tebas Primer ermitaño. Siglo IV, Egipto.

A la era de los mártires va a suceder la de los monjes, y si es maravilloso y escalofriante el relato de la muerte de los héroes inmortales de la fe, no va a ser menos gloriosa la historia de los atletas de la penitencia.

La vida de este santo fue escrita por el gran sabio San Jerónimo, en el año 400. Nació hacia el año 228, en Tebaida, una región que queda junto al río Nilo en Egipto y que tenía por capital a la ciudad de Tebas. Fue bien educado por sus padres, aprendió griego y bastante cultura egipcia. Pero a los 14 años quedó huérfano. Era bondadoso y muy piadoso. Y amaba enormemente a su religión.

En el año 250, estallo la persecución, lo que hizo llevar al desierto a este primer explorador. Decio acababa de lanzar sus decretos de destierro contra los adoradores de Cristo. Unos morían en los tormentos; otros se consumían en los calabozos; otros renegaban cobardemente de la fe. Pablo escuchaba los relatos que llegaban de Alejandría o de Roma, orgulloso de su nombre de cristiano; pero su carne se estremecía al pensar en aquellos tormentos. El terror o la prudencia le obligaron a esconderse con una hermana suya en una casa de campo situada no lejos del Nilo. Era entonces un muchacho de dieciséis años, rico, generoso, de suaves maneras y bien preparado en las letras egipcias y helénicas. De pronto averigua que los perseguidores se preocupan de él, y que su acusador es el marido de su misma hermana. Apreciando su fe más que todas las riquezas, huye de nuevo, abandona todas sus posesiones y ya no se le volvió a ver en su casa.

Su intención era, al principio, ocultarse mientras pasaba la Tormenta; pero poco a poco los horrores del desierto le parecieron más amables que las delicadezas de la ciudad, y la compañía de las fieras más grata que el trato con los hombres.

Pasó casi un siglo. Siempre la misma vida: rezar y meditar, meditar y rezar. Pero aquel solitario, durante veinte lustros no habló más que con Dios, el más perfecto solitario que ha existido jamás, despreciaba los bienes de la tierra para fijar sus ojos en el mundo del otro lado, aunque hubiera tenido que vivir cien siglos en aquella gruta no se habría cansado de contemplarle.

Pero un amanecer oyó ruido a la puerta de la cueva. Primero, el rodar de un cuerpo que se desplomaba junto a la puerta de la entrada, rápidamente cerró la puerta. Después, oyó una voz temblorosa y suplicante: “No soy digno de verte, pero no me cierres la caverna que está abierta a las bestias feroces. Te he buscado a través de todos los peligros, y dispuesto estoy a aguardar la muerte llamando junto a tu palacio.»

Pablo no se había olvidado de hablar y le dijo: ¿Cómo quieres que te reciba si dices que vienes para morir?» Tampoco se había olvidado de sonreír. Sonreía beatíficamente, mientras abría la puerta y se dejaba caer en los brazos del extraño visitante, pronunciando ésta sola palabra:
—¡Antonio! (Antonio Abad, Padre del Monacato)
—¡Pablo! —respondió el recién venido, y los dos viejos se dieron un largo abrazo.

Eran dos viejos, efectivamente: Antonio, el padre ilustre de los monjes egipcios, tenía entonces noventa años; Pablo, el primer ermitaño, más de cien. Dios era el que milagrosamente disponía aquel encuentro memorable que la inspiración ha inmortalizado en los lienzos y en los poemas. Aquel día los dos rezaron juntos, dieron gracias a Dios, y nuevamente cambiaron el beso formal de paz. Después se sentaron al pie de la palmera y charlaron amistosamente.

No hay nada más bello y humano que este pudor que siente Pablo al verse de nuevo ante los hombres, él que casi un siglo antes, bello, joven, sonriente, había abandonado su compañía. Y sintiendo la necesidad de ponerse de nuevo en contacto con sus semejantes, pregunta:

«Dime, ¿cómo va el mundo? ¿Quién reina en él? ¿Se hacen nuevos edificios? ¿Hay todavía hombres ciegos que adoran a los demonios?»

Rápidamente fue Antonio relatando al anacoreta las cosas que habían pasado en la tierra desde hacía un siglo, los horrores de la última persecución, la conversión de Constantino, la derrota de la idolatría, la aparición del egipcio Arrio, la gloria del concilio de Nicea, la lucha contra los herejes en la cual derrochaba prodigios de ciencia y de valor Atanasio,  el defensor de la divinidad del Verbo y lámpara de la Iglesia, y cuyo manto guardo yo, -dijo Antonio- como un tesoro celestial».

Así hablaba el monje, cuando un cuervo, revoloteando sobre su cabeza, vino a posarse cerca de él, trayendo un pan en el pico. «Mira, hermano—dijo Pablo, sonriente—. Hace sesenta años que Dios me envía de esta manera medio pan; pero hoy, por estar tú, se ha doblado la ración.» Los dos viejos renovaron la acción de gracias y comieron sentados junto a la fuente.

Pablo dijo a su comensal Antonio: «Has de saber, hermano, que mi última hora se acerca. Habiendo deseado siempre estar unido con Cristo, sólo me queda recibir la corona de la justicia. Te Ruego, por tanto, hermano mío, que vayas a buscar el manto del grande Atanasio, y vuelvas para enterrarme con él, pues quiero morir en su fe.» Lloró Antonio al oír estas palabras, pero no se atrevió a replicar; y así, bajando los ojos y las manos, se volvió hacia sus discípulos.

«¡Ay de mí, miserable pecador! —decía Antonio al verse de nuevo en medio de ellos—. ¡Ay de mí, que llevo sin merecerlo el nombre de solitario! Y dejando intrigados a sus discípulos con estas lamentaciones, desapareció otra vez, perdiéndose en la llanura. A los tres días regresó a la caverna, pero ya no encontró a su amigo Pablo, sino sólo el cadáver de rodillas, con la cabeza levantada y los ojos clavados en el cielo. Era el año 342 y Pablo Tenia 113 año.

Agobiado por el dolor cayó al suelo, y con la cabeza hundida entre la arena, decía: «¡Ay, Pablo, ¡hermano mío!; ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué no he merecido siquiera despedirte? ¿Por qué te pierdo tan pronto habiéndote conocido tan tarde?»

Después, repuesto del dolor, el buen viejo lavó el cuerpo de su amigo, le cubrió con el manto del patriarca, y rezando himnos, le sepultó al pie de la palmera. Sólo le consolaba en su tristeza la túnica de hojas de palmera, recuerdo precioso de San Pablo, que en adelante se pondrá él todos los años en los días solemnes de Pascua y Pentecostés.

 Para la reflexión:

 ¿Qué podemos aprender hoy sobre la vida de San Pablo de Tebas?

 San Pablo confiaba en la providencia Divina por la llegada del cuervo que lo alimentaba. ¿En que momentos me he sentido acompañado en mis necesidades por la Divina Providencia?

 Señor y Padre Nuestro, Tú que moviste a San Pablo el primer ermitaño a dejar las vanidades del mundo e irse a la soledad del desierto a orar y meditar, concédenos también a nosotros, dedicar muchas horas en nuestra vida, apartados del bullicio mundanal, a orar, meditar y a hacer penitencia por nuestra salvación y por la conversión del mundo. Por Jesucristo Nuestro Señor, San Pablo de Tebas, ruega por nosotros. Amén.



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