El 7 de Octubre nuestra Iglesia celebra a la Santísima
Virgen María en su advocación de la Virgen del Rosario.
El rezo del Santo Rosario es una de las devociones más firmemente arraigada en el pueblo cristiano. Popularizó y extendió esta devoción el papa san Pío V en el día aniversario de la victoria obtenida por los cristianos en la batalla de Lepanto, victoria atribuida a la Madre de Dios, invocada por la oración del Rosario. Más hoy la Iglesia no nos invita tanto a rememorar un suceso lejano cuanto a descubrir la importancia de María dentro del misterio de la salvación y a saludarla como Madre de Dios. La celebración de este día es una invitación a meditar los misterios de Cristo en compañía de la Virgen María que estuvo asociada de un modo especialísimo a la encarnación, la pasión y la gloria de la resurrección del Hijo de Dios. No siempre reparamos en que es, una oración “cristocéntrica”; es decir, una oración centrada en Cristo.
La anunciación de los misterios y las Avemarías que se suceden unas a otras nos ayudan a contemplar y meditar la vida de Nuestro Salvador, Jesucristo; y a hacerlo en compañía de María, su Madre, siempre cercana a su Hijo. Ella, entonces, nos enseña a contemplar los misterios de Jesús a través de su mirada maternal, porque todo en Maria es una invitación a amar a su Hijo.
En el año 1208 la Virgen María se le apareció a Santo Domingo y le enseñó a rezar el Rosario para que lo propagara.
Uno de los episodios determinantes que contribuyen al arraigo histórico de esta advocación mariana y para la difusión del Santo Rosario en la historia de la Iglesia fue lo ocurrido en la “Batalla de Lepanto”, ocurrida el 7 de octubre de 1571 en el golfo de Patras, frente Naupacto, ciudad griega en ese entonces conocida como Lepanto. En dicha batalla, una coalición de tropas y fuerzas navales cristianas debían enfrentarse a la armada del imperio Otomano, de raigambre islámica, con el propósito de detener sus ambiciones expansionistas en Occidente (Europa) y recuperar la soberanía sobre el Mediterráneo (guerras habsburgo-otomanas o austro-turcas, conocidas también como las guerras del turco, en las que interviene también el reino de Venecia).
Antes de la batalla, las milicias cristianas se encomendaron a la Virgen María y rezaron juntos el Rosario. Ese día los cristianos obtuvieron un triunfo contundente que fue atribuido a la intercesión de la Madre de Dios, protectora de la cristiandad, de ahí el extraordinario simbolismo de Lepanto.
El Papa San Pío V en agradecimiento a la Virgen, instituyó la fiesta de
la Virgen de las Victorias para el primer domingo de octubre y añadió el título
de “Auxilio de los Cristianos” a las letanías de la Madre de Dios.
Más adelante, el Papa Gregorio XIII cambió el nombre de la Fiesta al de Nuestra Señora del Rosario, y San Pío X la fijó para el 7 de octubre y afirmó: “Denme un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo”.
Rosario significa “corona de rosas y, tal como lo definió el propio San Pío V, “es un modo piadosísimo de oración, al alcance de todos, que consiste en ir repitiendo el saludo que el ángel le dio a María; interponiendo un Padrenuestro entre cada diez Avemarías y tratando de ir meditando mientras tanto en la Vida de Nuestro Señor".
San Juan Pablo II, añadió los misterios luminosos al rezo del Santo Rosario, escribió en su Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae” que este rezo mariano “en su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado, una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad”.
Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo. Amén.
(Beato Bartolomé Longo)
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